Esta historia singular ocurrió en Barcelona en 1967.
Corría el mes de marzo, concretamente era el dia 18, el día antes de la festividad de San José.
Mi tío Nicanor vivía en una casa de dos plantas, situada en el barrio de San Andrés. Era una casa bastante grande con un terreno alrededor, en el que mi tío había plasmado su imaginación de urbanita recién llegado de su pueblo, allá en Aragón. Había plantado tomates, patatas, cebollas, pepinos, berenjenas, pimientos, calabacines, judías, guisantes, apios, coliflores, berzas, coles, ajos, nabos, escarolas, melones, sandías y diversos árboles frutales.
El huerto, porque se trataba de un huerto, tenía una gran extensión para estar en una ciudad. Era casi tan grande como una manzana de casas.
El tío Nicanor pasaba allí todo el tiempo que le permitía su trabajo, cuando aún trabajaba y luego cuando se jubiló, todo el día estaba en el huerto.
Recuerdo a mi tío (era tío-abuelo mío) vestido como un gañán, con un gran sombrero que le protegía del sol y casi siempre con una azada en las manos.
Cuando yo iba a visitarlo que solía ser una vez cada 15 días, en domingo, siempre me cogía de la mano y íbamos a ver cómo estaba el huerto. Casi siempre nos acompañaba su perro “Tigre”, muy fiero para casi todo el mundo, menos para tío Nicanor y por un capricho del destino, tampoco para mí, ya que el perro me adoraba.
He de decir que de aquellos días, han quedado para siempre en mi mente los olores de las diferentes frutas y hortalizas que él plantaba y cuidaba. Si era el tiempo, solía darme un tomate, lo lavaba y me lo entregaba para que me lo comiese sin siquiera aliñarlo. Era como un ritual y yo me lo comía encantada.
Con los años, he sentido en muchas ocasiones, añoranza del intenso sabor de aquellos tomates y muchas veces, cuando he ido al campo y paso cerca de algún huerto, el olor de los vegetales allí plantados me hace volver a aquellos momentos pasados junto al tío Nicanor.
Tío Nicanor, estaba casado con mi tía Alfonsina y tenía varios hijos: Ramona, Jaime, Montse y Maria Nieves.
La tía Alfonsina criaba gallinas, pollos, patos, pavos y casi siempre había polluelos, con lo cual las visitas a estos familiares, para mi que había nacido y crecido en la ciudad, eran harto fascinantes.
Volviendo a la historia, ése día del mes de marzo, tío Nicanor tomó tranquilamente su comida del mediodía, junto con su mujer y sus hijos, se tomó su café y su copa de aguardiente y se fue al huerto.
Al cabo de un rato, “Tigre” fue hacía donde estaba la tía Alfonsina. Ladraba sin cesar y con los dientes le estiraba de la falda. La tía, extrañada, le siguió hasta el huerto y allí encontró a su marido, sin sentido, caído en el suelo, con la azada a un lado y el sombrero también en el suelo.
La mujer llamó a gritos a sus hijos y éstos acudieron. Se encontraron con su padre inerte y con la madre, a su lado, llorando desconsoladamente.
Jaime, el hijo mayor, tocó a su padre y vio que estaba muerto. Entre todos lo llevaron al interior de la casa y lo tendieron en su cama.
Llamaron inmediatamente al médico pero éste no pudo hacer nada, salvo certificar que el tío Nicanor, había fallecido de muerte natural, concretamente, de una embolia.
A continuación, los hijos del tío, comunicaron el luctuoso suceso al resto de la familia.
Cuando avisaron a mis padres, éstos nos dieron la noticia a mi y a mi hermano y nos dijeron que aquellla noche, ellos iban al velatorio del tío y que nosotros nos quedábamos a cargo de la abuela.
Mi hermano tenía solamente diez años y era aún muy pequeño, pero yo, había cumplido los trece y ya me creía muy mayor.
Dije a mis padres que yo también quería asistir al velatorio. No había participado nunca en un acto de este tipo y sentía una gran curiosidad, algo morbosa, por el tema.
Mis padres al principio dijeron que no, pero luego mi padre, ante mi insistencia y dado que al día siguiente no había escuela por ser San José, decidió que podía acompañarles y así satisfacer mi curiosidad. También creía mi padre, que el tema de la muerte, era natural y no había que ocultarlo ni disfrazarlo y que cuando antes me acostumbrase a aceptarlo como una cosa más, mejor que mejor.
Total, que después de cenar, y sobre las nueve y media de la noche, llegamos a la casa de los tíos.
Allí había bastantes personas, la mayoría sentadas alrededor de la mesa de comedor. Todos ellos vestían de negro, como era de rigor entonces.
En aquellos días, aún no se había puesto de moda, llevar a los difuntos a los tanatorios.
Los velatorios se hacían en casa. Yo no sé en el resto de las familias pero en la nuestra, había una tía-abuela, ya bastante mayor, la tía Felipa, menuda pero muy enérgica que se ocupaba de todos los detalles y de toda la familia, cuando ocurría un hecho luctuoso.
Quizás era porque la tía Felipa había enviudado joven y también se le habían ido muriendo todos sus hijos, estaba acostumbrada a los duelos. Normalmente, no asistía casi nunca a las bodas, bautizos y comuniones, pero, cuando fallecía alguien de la familia, se presentaba en casa del finado o finada, consolaba a los parientes, tomaba el timón de la casa, normalmente sin timonel por anonadamiento de los familiares directos y se ocupaba de todo.
Organizaba los responsos, recordatorios, esquelas, permisos y tasas, ataud, entierro, etc.
Preparaba grandes cantidades de café y comida para todos los asistentes al velatorio.
Pues bien, cuando llegamos estaban cenando. La mujer y los hijos del finado comieron algo, sin apetito, ya que todos insistían en que debían tomar algo. El resto, amigos y parientes no tan directos, comían a dos carrillos.
Papá y mamá abrazaron a la tía Alfonsina y a sus hijos. La tía arreció en sus llantos y la tía Felipa nos quiso mostrar “lo bien que había quedado el tío”.
Entramos en la habitación de los tíos. Habían quitado la cama de matrimonio y allí en medio del cuarto y sobre una tabla de madera, colocada encima de unos caballetes también de madera, todo ello cubierto por unas telas de terciopelo de color morado, habían colocado el ataud con el cadáver del tío Nicanor.
Cuatro candelabros de pie, en metal y cada uno de ellos con un enorme cirio, acababa de completar el fúnebre cuadro.
El tío, vestido con su mejor traje, rígido y con la piel ya cérea, cerrados los ojos y las manos entrelazadas encima del vientre, no parecía el mismo, ya que casi siempre lo había visto con su ropa del huerto.
Rezamos un padrenuestro por su alma y salimos todos del cuarto.
La tía Felipa salió detrás nuestro y dejó la puerta abierta.
En este momento, he de describir la disposición de las habitaciones de la planta baja de la casa de los tíos.
De la puerta que daba a la calle, nacía un ancho pasillo que iba hasta el comedor. A ambos lados del pasillo se encontraban distribuidas el resto de las habitaciones.
Entrando a la derecha, la habitación de los tíos, ahora, convertida en sala mortuoria. Luego el cuarto de baño y la salita. Del otro lado de pasillo, las tres habitaciones de los hijos: una para Jaime, otra para la chica mayor y otra, compartida por las dos más jóvenes. Al otro extremo del pasillo, el comedor y a la derecha, la cocina. Del comedor se salía al patio y de allí, al huerto
La mayoría de los asistentes estaba en el comedor y alguno en la salita.
Después de la cena, tomaron todos café y cortados.
Algunos de los presentes, decidieron que ya era hora de marchar a sus casas.
Llamaron a la puerta y una vez abierta, entraron mis abuelos, y sus hijos, Pilar, Teresa y Jaime.
La tía Alfonsina era la hermana menor de mi abuelo, por lo tanto, mis abuelos eran cuñados del finado.
Los hijos de mis abuelos, Pilar, de trece años, Teresa de dieciseis y Jaime de veintiuno, eran hermanos de mi madre, es decir, mis tíos carnales. Pero eramos más que tíos y sobrina, amigos y compañeros.
Al cabo de poco rato, Pilar, Teresa y Jaime se reunieron conmigo en la salita. Cerramos la puerta y empezamos a jugar a cartas.
Después de rezar varios rosarios, los mayores empezaron a hablar de sus cosas y fueron pasando las horas lentamente.
La tía Felipa de vez en cuando servía más café.
Sonaron en el reloj de pared las dos de la madrugada. Mi tío Jaime fue al cuarto de baño y a la vuelta nos dijo que los mayores estaban explicando chistes.
Dejamos las cartas y salimos de la salita para enterarnos de qué iban los chistes.
Para que no fuera tan evidente que estábamos escuchándolos nos quedamos de pie en el pasillo, cerca de la puerta de la habitación en la que estaba el cadáver.
Los chistes eran sobre entierros, cementerios, muertos, etc.
!Cual no seria nuestra sorpresa, cuando de pronto, oímos claramente un estornudo, que provenía de la habitación del tío!.
Aterrados, corrimos hasta el comedor y allí explicamos lo ocurrido.
No nos creyeron y se burlaron de nosotros. Sólo la tía Felipa, que salía de la cocina, les dijo a mi padre y a mi abuelo que la acompañasen.
Los tres, entraron en la cámara mortuoria y vieron que no había en ella nadie más que el cadáver.
Mis tíos y yo, en el pasillo, acoquinados, esperábamos intranquilos.
Al cabo de un momento nos llamaron desde dentro y muy despacio, entramos en a habitación.
Estaban alrededor del ataud y nos señalaron la boca del tío Nicanor. Nos acercamos y observamos un pequeño hilillo de sangre que salía de la comisura de su boca.
!No habían sido imaginaciones nuestras!
La tía Felipa nos explicó que en ocasiones, los cadáveres quedan con aire dentro del cuerpo y en un momento dado, lo expulsan.
El tío Nicanor, muerto en pleno proceso de la digestión, había expulsado el aire que tenía en su interior y a nosotros el sonido de dicha expulsión, nos había sonado como un estornudo.
He de decir, que a pesar de la lógica de dicha explicación, tanto a Pilar, a Teresa, a Jaime y a mi misma, este hecho nos acobardó y decidimos dejarnos de velatorios y irnos para nuestras casas, pasando antes por un bar abierto todavía en el que nos tomamos algo para que de nos pasase el susto.
Al día siguiente, festividad de San José, enterramos al tío Nicanor.
Han pasado casi cuarenta años. En este tiempo, por desgracia he asistido a múltiples entierros y velatorios, pero nunca he olvidado aquel primero, en el cual el difunto ”estornudó”.
FIN
NOTA: TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS
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