Cada es más fuerte el deseo que me inunda,
esa pasión que me amarga y corroe mis entrañas,
hasta el punto que querría no tenerlas para no sentirlas,
para no sufrir, para no sentir en mi boca
ese gusto de la rabia, del odio que nunca había conocido,
antes de que te hicieran tanto daño.
No hubiera querido que mi corazón
se abriera y acogiese al odio
y que éste se instalase en él,
luego han llegado en ese orden,
amargura y venganza,
y al final, echarán fuera de mi
el amor y la ternura,
y ya no sentiré nada,
seré como ellos: muertos en vida,
muñecos sin alma.
Y, entonces, al igual que en ellos,
sólo habrá en mi, rencor y odio,
envidia, desazón y amargura,
no me quedará nada digno para darte,
nada que pueda gustarte
nada por lo que aún puedas amarme.
Y, sin embargo, es difícil que mi odio y mi rencor
no vayan hacia ellos, arrogantes engendros,
perros despreciables, henchidos de audaz suficiencia
llenos de ávida impudicia y ciega codicia
y tan desagradecidos como malnacidos.
Mi obligada presencia entre ellos
me empaña y emponzoña,
me siento prisionera
y por primera vez,
mi alma hasta ahora siempre libre,
vuela bajo, tan raso y cerca del suelo
que me hace sentir asco y miedo.
He de borrar de mi alma todo ésto
de apartar a esa inmundicia de mi mente,
esta amargura de mi corazón,
porque con ese odio, con esa rabia
se está gestando una nueva imagen mía,
una nueva imagen que me aterra.
NOTA: TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS
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